Un
día, en una edad en que todavía éramos niñas (al menos lo era yo, la niña empollona, despistes, palillo, espárrago, espagueti), las estudiantes del Colegio Patrocinio de San José
realizamos una actividad práctica en clase de ciencias. Consistía en abrir longitudinalmente
una lombriz y clavar hacia los lados con alfileres su piel abierta, dejando al
descubierto el interior.
Recuerdo
una confusa sensación de muchísimas lombrices, docenas, cientos, miles de
lombrices… ¿muertas, vivas, anestesiadas, dormidas? (eso no puedo recordarlo) que
el profesor, la profesora, el maestro, la maestra (tampoco lo recuerdo
exactamente) repartió entre las alumnas. Muertas no creo que estuvieran, porque
el objetivo de la actividad era observar en directo el funcionamiento de algún
órgano interno que ni siquiera llegué a distinguir.
Teniendo
en cuenta que en el mundo existen (o han existido, eso sí puedo asegurarlo) niños
que disfrutan desmembrando moscas, apedreando ranas, inflando sapos, e incluso
quemando gatos o ahorcando cisnes (en mi infancia tuve la desgracia de
presenciar algún espectáculo más que horroroso), la vivisección de una lombriz puede
parecer una minucia. Pero lo cierto es, y ríase quien quiera de mi ridícula
debilidad, que aquella orden de mis superiores me pareció monstruosa. El mareo
me nublaba la vista y no podía controlar el temblor de mis manos, de modo que
realicé mi tarea bastante mal: armé una terrible carnicería en miniatura.
Y
decía para mis adentros: “No quiero, no quiero hacerlo, digo que no, digo que
no, digo que no, digo que no”.
Pero
me habían dicho: “Las niñas buenas obedecen a sus mayores”.
Mi
adiestramiento en la obediencia me empujaba a cumplir las órdenes de mi maestro
para ser buena, mientras un íntimo sentimiento me decía: cometer esta estúpida crueldad
no puede ser algo bueno. Y así, debatiéndome entre dos ideas enfrentadas de bondad,
me vi en la disyuntiva de optar por ser mala para ser considerada buena, o ser
buena para ser considerada mala.
¿Era
realmente necesario aquel experimento? ¿Qué nos aportó? Dudo que alguna de las niñas
que consiguieron realizar la tarea con la suficiente frialdad, o con la
suficiente inconsciencia, pueda, a estas alturas, darnos una charla sobre la
anatomía interna de la lombriz común. A no ser que se haya hecho bióloga ─o experta
pescadora─.
Yo me
sentí indefensa, asustada, asqueada, triste, perpleja y, sobre todo, avergonzada.
Avergonzada
por no haber sido capaz de desobedecer.
Pero, en
medio de toda esa oscura conmoción de mi corazón y mi cerebro, una sensación
diferente, positiva, consiguió imponerse. De pronto sentí que había descubierto
algo. Que una sospecha, o una pequeña luz, había nacido dentro de mí y crecía,
dándoles a mis creencias y mis confianzas infantiles un aspecto nuevo,
insospechado. Y comencé a hacerme las siguientes preguntas:
¿Es lo
mismo obediencia que bondad?
¿Son
buenos los adultos?
¿De
verdad distinguen los adultos, incluso los que parecen inteligentes y buenos,
lo que está bien de lo que está mal?
¿Debo
creer siempre lo que me dicen los adultos?
¿Debo
aprender todo lo que me enseñan los adultos?
¿Debo
obedecer a los adultos?