sábado, 26 de mayo de 2012

3. UNO EN EL UNO.

No puedo saberlo con certeza porque apenas tengo recuerdos, pero precisamente por eso, por esa zona del pasado en blanco, es por lo que supongo que de muy niña tuve que ser profundamente feliz, aunque casi sin conciencia, como un animalito satisfecho y sin enemigos. Uno de los pocos recuerdos, precisamente, es el intenso bienestar que sentía cuando, desde el calor del hogar, escuchaba los truenos y veía brillar los relámpagos al otro lado de la ventana.
Entonces tal vez estaba unida con inocencia absoluta al mundo que me rodeaba, como si el mundo fuera yo y yo fuera el mundo. Como si todo fuera Uno. 
O tal vez sentía que en el centro estaba yo y alrededor estaba lo otro, pero lo otro -la tormenta- no podía dañarme, porque una burbuja mágica indisolublemente unida a mí -el hogar- me protegía.
Después empecé a pintar imágenes como ésta:

Obra de infancia de Marta Ferreras
Seguía siendo niña, pero con menos inocencia, y de pronto me encontraba aislada, perdida en medio de lo otro, un otro terriblemente hostil, desolado y caótico. Ni mi propio cuerpo estaba unido a mí. Es extraño caminar por la calle y pensar: "Pero ¿qué hago? Estoy andando". Y observar desde fuera, como espectadora, el propio andar y no poder ya hacerlo de una forma natural, instintiva, sino excesivamente consciente. Y andar entonces de una forma rígida y rara sin poder evitarlo.
Por aquellas épocas leí una novela que me llamó mucho la atención, porque me parecía que hablaba de mis preocupaciones. La tengo borrosa en la memoria, pero creo recordar que había un personaje solitario, con demasiada conciencia de su propia individualidad, que no podía comunicarse con nada externo. Y otro que se transformaba en todo lo que tocaba. Ambos eran personajes simbólicos.
Hay quienes dicen: "Se me cae la casa encima". No soportan dialogar con su propio yo y sienten alivio diluyéndose en el grupo, en la masa.
Y hay quienes piensan: "Se me cae la masa encima". Querrían encajar pero no encajan y lo pasan fatal en bodas, comuniones y campamentos de verano.
Hay instantes raros, sin embargo, que se presentan casi como una revelación, en que la conciencia de sí y la conexión con lo otro son igualmente intensas. Esta imagen infantil, realizada recientemente, me sugiere uno de esos momentos vividos por mí no sé exactamente cuando, aunque está muy lejos de conseguir expresar aquella intensidad:

Estábamos en un lugar llamado Sierra del Brezo. Nos dejaban jugar de noche, en el campo. Unos poquitos niños reptábamos entre la hierba, altísima, que nos cubría por completo. Éramos bichitos, sólo que a otra escala. El olor de las plantas aromáticas era casi insoportable y los ruidillos de insectos y animales nocturnos llenaban el ambiente. De vez en cuando, húmedos y brillantes bajo la luna, aparecían esos maravillosos seres primitivos, fascinantes por su fealdad y su belleza, que la gente llama sapos. Yo los alumbraba con la linterna y lanzaba exclamaciones de admiración. Eran aparecidos venidos a mí para susurrarme algo sobre la verdadera realidad, casi siempre invisible. Ese instante, esa sensación de vivir y pertenecer, jamás se me ha olvidado. Porque por una momentánea armonía perfecta de todas las cosas me parecía ser, de verdad, Uno en el Uno.