Fotofantasía de Marta Ferreras |
Una mañana entro en el Banco para poner
al día mi libreta. Observo que en el despacho del director, que tiene la puerta
abierta, varias personas están reunidas en torno a una mesa ovalada. Hay dos
chicas jóvenes. Deduzco para mis adentros que son aspirantes a un puesto de
trabajo y que una de ellas, la que tiene los ojos enrojecidos por el llanto, no
ha pasado la prueba.
El director descubre mi presencia y me
llama, me empuja con simpática autoridad a hacer yo misma la prueba. “Tienes
que empaquetar estas frutas” me dice, “en el menor tiempo posible y calcular el
precio exacto del paquete”.
Busco con la mirada algún embalaje lo
suficientemente higiénico pero no veo ninguno. Hago una caja con un cartón que encuentro
en la calle junto a un contenedor. Aturdida por los nervios a pesar de que no
sé de qué va el asunto ni me interesa, meto dos kiwis, un melón, un racimo de
plátanos, un puñado de calamares envueltos en un cucurucho de papel de periódico
y, finalmente, la mitad de un mango
maduro con hilachas de pulpa colgando del hueso. Cierro el paquete, que rezuma
líquido, y digo: “Diez euros”.
El director examina el paquete con
mirada crítica y, con gesto de hacer una pequeña concesión, me dice. “Aprobada”.
Yo me extraño, porque el paquete es repugnante.
Pero me siento aliviada, satisfecha de
haber pasado la prueba, y salgo a tomar café en compañía de una bancaria, que
no banquera, muy agradable. Concentradas en nuestra alegre conversación
olvidamos el café, nos alejamos sin querer de la ciudad. Y entonces descubro la
sorpresa que me reservaba la muchacha:
¿Por dónde me ha traído? No lo sé pero
estoy deslumbrada, a punto de llorar ante un paisaje de una belleza
sobrenatural, estremecedora. Es más que una playa, es una playa mítica y
desconocida, como vista por los ojos de un niño muy pequeño. Desde nuestro alto
mirador divisamos siluetas de barcos antiguos, difuminados tras una neblina
dorada. La silenciosa soledad parece música. El mar, un poco revuelto, brilla
con pequeños puntitos parpadeantes bajo el resplandor de oro y algunos rizos de
espuma salpican las rocas de la orilla. Con la vista borrosa por las lágrimas extiendo
mi mano y grito: “¡Mira!”.
En dirección hacia lo más profundo, en
fila, nadan con lentitud algunos animales: cebra, ciervo, vaca, tigre, caballo,
pantera…. Son de plástico: son animalitos de juguetería pero de tamaño natural.
¡Avanzan juntos, no luchan entre
ellos!
Abandono el mirador con el corazón
palpitante, corriendo veloz a contemplar la maravilla más de cerca. La muchacha
no me sigue, no parece compartir mi entusiasmo. Quizá conoce las imperfecciones
del paraíso que sus jefes le han dicho que me ofrezca.
Ya estoy en la playa. Entonces un extraño
león de aspecto irreal se da media
vuelta, sale del agua y me mira fijamente. Mi instinto me dice que me va a
atacar. Algo ha fallado.
No voy a huir… ¿para qué? Esperaré
quieta. Así el sufrimiento será menor, todo terminará más rápido.
Ilustración de un folleto de los testigos de Jehová. |
SEGUNDA PARTE
-¿Tú cómo interpretarías este sueño?-
le pregunto a Pedro.
Él me dice que intente primero recordar
alguna conversación o suceso reciente que parezca tener relación con algún
elemento del sueño.
Pienso en la crisis, claro. En la
famosa crisis. Gente sin trabajo, precios, sucursales de banco, alimentos a
punto de caducar, contenedores de basura…
Pero ¿y por qué la playa, los
animales? Recuerdo entonces que, un par de días antes, Pedro me estuvo hablando
de los milenaristas. –Los testigos de Jehová- me había dicho- son milenaristas,
creen que antes del Juicio Final habrá mil años de paz en la tierra. Estuvimos
hablando de esos folletos ilustrados con estampas en que unos sonrientes seres
humanos comparten su felicidad con los animales. Recordamos también aquellos preciosos
paraísos pintados por Edward Hics, poblados de pacíficas fieras. ¡Qué amable
naturaleza de mentira, nada parecida a la que nos muestran esos programas de nuestro
amigo Félix, en los que la fascinación de la vida parece residir en el juego de
matar y morir!
¡Qué triste situación la de los seres humanos!
Depredadores arrojados a un mundo monstruoso, obligados a devorar a otros
animales (con nuestros dientes embellecidos por la ortodoncia, eso sí, pero
dientes, al fin). Anhelando encontrar una realidad distinta. Inventando
paraísos, o recordando, o anticipando: paraísos en otros mundos, paraísos en la
Tierra. El jardín de Adán y Eva, donde todos los vivientes parecían alimentarse
de fruta, y que resultó tener un desgraciado fallo interno en forma de serpiente.
El más allá celestial de tantas religiones. El más acá de revolucionarios
justicieros, vendedores de utopías casi siempre manchadas de sangre.
O nuestro actual paraíso de la Calidad
de Vida. Son tres palabras, Calidad De Vida, que pronunciamos siempre con
profunda reverencia porque son sagradas. Esos testigos, ya lo sabemos, son anacrónicos,
ingenuos. Como nos creemos muy listos vamos y nos reímos. Y después, muy
seriamente, escuchamos los sermones de la nueva religión. Los grandes gurús del
marketing y la economía guían nuestra fe: nos ofrecen un paraíso en la Tierra y
de vez en cuando nos lo hunden, para que les recemos más pidiendo la salvación.
Vivimos en un templo en forma de fabuloso centro comercial que vende,
fundamentalmente, envases. Creemos haber dominado la naturaleza. Nos deslizamos
con nuestro carrito de la compra entre repisas repletas de bonitas formas
geométricas que nos sumergen en una fantasía de orden, seguridad y confort. Nuestros
principios morales más altos son el equilibrio nutricional y la buena presencia.
Nuestro lenguaje es soez, sin embargo, y nuestros espectáculos no digamos, pero
no importa porque vamos muy limpios y bien vestidos. El pecado es estar gordo o
no saber combinar la ropa.
La construcción, a simple vista, da el
pego, como esos atractivos objetos de los bazares. Pero de pronto se rompe porque estaba mal hecha, tenía
demasiados fallos internos (técnicos y éticos). Y entre los escombros del
Estado de Bienestar aparece con su verdadero aspecto el mismo ser humano de
siempre, aterrado, ignorante, egoísta y brutal, víctima de una perpetua
realidad incomprensible, mordiendo y arañando para sobrevivir.
Tal vez sea preferible no meterse a
interpretar los sueños.