jueves, 11 de octubre de 2012

4. ANIMALES DE PLÁSTICO EN EL PARAÍSO

Fotofantasía de Marta Ferreras
PRIMERA PARTE
Una mañana entro en el Banco para poner al día mi libreta. Observo que en el despacho del director, que tiene la puerta abierta, varias personas están reunidas en torno a una mesa ovalada. Hay dos chicas jóvenes. Deduzco para mis adentros que son aspirantes a un puesto de trabajo y que una de ellas, la que tiene los ojos enrojecidos por el llanto, no ha pasado la prueba.
El director descubre mi presencia y me llama, me empuja con simpática autoridad a hacer yo misma la prueba. “Tienes que empaquetar estas frutas” me dice, “en el menor tiempo posible y calcular el precio exacto del paquete”.
Busco con la mirada algún embalaje lo suficientemente higiénico pero no veo ninguno. Hago una caja con un cartón que encuentro en la calle junto a un contenedor. Aturdida por los nervios a pesar de que no sé de qué va el asunto ni me interesa, meto dos kiwis, un melón, un racimo de plátanos, un puñado de calamares envueltos en un cucurucho de papel de periódico  y, finalmente, la mitad de un mango maduro con hilachas de pulpa colgando del hueso. Cierro el paquete, que rezuma líquido, y digo: “Diez euros”.
El director examina el paquete con mirada crítica y, con gesto de hacer una pequeña concesión, me dice. “Aprobada”. Yo me extraño, porque el paquete es repugnante.
Pero me siento aliviada, satisfecha de haber pasado la prueba, y salgo a tomar café en compañía de una bancaria, que no banquera, muy agradable. Concentradas en nuestra alegre conversación olvidamos el café, nos alejamos sin querer de la ciudad. Y entonces descubro la sorpresa que me reservaba la muchacha:
¿Por dónde me ha traído? No lo sé pero estoy deslumbrada, a punto de llorar ante un paisaje de una belleza sobrenatural, estremecedora. Es más que una playa, es una playa mítica y desconocida, como vista por los ojos de un niño muy pequeño. Desde nuestro alto mirador divisamos siluetas de barcos antiguos, difuminados tras una neblina dorada. La silenciosa soledad parece música. El mar, un poco revuelto, brilla con pequeños puntitos parpadeantes bajo el resplandor de oro y algunos rizos de espuma salpican las rocas de la orilla. Con la vista borrosa por las lágrimas extiendo mi mano y grito: “¡Mira!”.
En dirección hacia lo más profundo, en fila, nadan con lentitud algunos animales: cebra, ciervo, vaca, tigre, caballo, pantera…. Son de plástico: son animalitos de juguetería pero de tamaño natural.
¡Avanzan juntos, no luchan entre ellos!
Abandono el mirador con el corazón palpitante, corriendo veloz a contemplar la maravilla más de cerca. La muchacha no me sigue, no parece compartir mi entusiasmo. Quizá conoce las imperfecciones del paraíso que sus jefes le han dicho que me ofrezca.
Ya estoy en la playa. Entonces un extraño león de aspecto irreal  se da media vuelta, sale del agua y me mira fijamente. Mi instinto me dice que me va a atacar. Algo ha fallado.
No voy a huir… ¿para qué? Esperaré quieta. Así el sufrimiento será menor, todo terminará más rápido.

Ilustración de un folleto de los testigos de Jehová.
SEGUNDA PARTE
-¿Tú cómo interpretarías este sueño?- le pregunto a Pedro.
Él me dice que intente primero recordar alguna conversación o suceso reciente que parezca tener relación con algún elemento del sueño.
Pienso en la crisis, claro. En la famosa crisis. Gente sin trabajo, precios, sucursales de banco, alimentos a punto de caducar, contenedores de basura…
Pero ¿y por qué la playa, los animales? Recuerdo entonces que, un par de días antes, Pedro me estuvo hablando de los milenaristas. –Los testigos de Jehová- me había dicho- son milenaristas, creen que antes del Juicio Final habrá mil años de paz en la tierra. Estuvimos hablando de esos folletos ilustrados con estampas en que unos sonrientes seres humanos comparten su felicidad con los animales. Recordamos también aquellos preciosos paraísos pintados por Edward Hics, poblados de pacíficas fieras. ¡Qué amable naturaleza de mentira, nada parecida a la que nos muestran esos programas de nuestro amigo Félix, en los que la fascinación de la vida parece residir en el juego de matar y morir!
¡Qué triste situación la de los seres humanos! Depredadores arrojados a un mundo monstruoso, obligados a devorar a otros animales (con nuestros dientes embellecidos por la ortodoncia, eso sí, pero dientes, al fin). Anhelando encontrar una realidad distinta. Inventando paraísos, o recordando, o anticipando: paraísos en otros mundos, paraísos en la Tierra. El jardín de Adán y Eva, donde todos los vivientes parecían alimentarse de fruta, y que resultó tener un desgraciado fallo interno en forma de serpiente. El más allá celestial de tantas religiones. El más acá de revolucionarios justicieros, vendedores de utopías casi siempre manchadas de sangre.
O nuestro actual paraíso de la Calidad de Vida. Son tres palabras, Calidad De Vida, que pronunciamos siempre con profunda reverencia porque son sagradas. Esos testigos, ya lo sabemos, son anacrónicos, ingenuos. Como nos creemos muy listos vamos y nos reímos. Y después, muy seriamente, escuchamos los sermones de la nueva religión. Los grandes gurús del marketing y la economía guían nuestra fe: nos ofrecen un paraíso en la Tierra y de vez en cuando nos lo hunden, para que les recemos más pidiendo la salvación. Vivimos en un templo en forma de fabuloso centro comercial que vende, fundamentalmente, envases. Creemos haber dominado la naturaleza. Nos deslizamos con nuestro carrito de la compra entre repisas repletas de bonitas formas geométricas que nos sumergen en una fantasía de orden, seguridad y confort. Nuestros principios morales más altos son el equilibrio nutricional y la buena presencia. Nuestro lenguaje es soez, sin embargo, y nuestros espectáculos no digamos, pero no importa porque vamos muy limpios y bien vestidos. El pecado es estar gordo o no saber combinar la ropa.
La construcción, a simple vista, da el pego, como esos atractivos objetos de los bazares. Pero de  pronto se rompe porque estaba mal hecha, tenía demasiados fallos internos (técnicos y éticos). Y entre los escombros del Estado de Bienestar aparece con su verdadero aspecto el mismo ser humano de siempre, aterrado, ignorante, egoísta y brutal, víctima de una perpetua realidad incomprensible, mordiendo y arañando para sobrevivir.
Tal vez sea preferible no meterse a interpretar los sueños.


sábado, 26 de mayo de 2012

3. UNO EN EL UNO.

No puedo saberlo con certeza porque apenas tengo recuerdos, pero precisamente por eso, por esa zona del pasado en blanco, es por lo que supongo que de muy niña tuve que ser profundamente feliz, aunque casi sin conciencia, como un animalito satisfecho y sin enemigos. Uno de los pocos recuerdos, precisamente, es el intenso bienestar que sentía cuando, desde el calor del hogar, escuchaba los truenos y veía brillar los relámpagos al otro lado de la ventana.
Entonces tal vez estaba unida con inocencia absoluta al mundo que me rodeaba, como si el mundo fuera yo y yo fuera el mundo. Como si todo fuera Uno. 
O tal vez sentía que en el centro estaba yo y alrededor estaba lo otro, pero lo otro -la tormenta- no podía dañarme, porque una burbuja mágica indisolublemente unida a mí -el hogar- me protegía.
Después empecé a pintar imágenes como ésta:

Obra de infancia de Marta Ferreras
Seguía siendo niña, pero con menos inocencia, y de pronto me encontraba aislada, perdida en medio de lo otro, un otro terriblemente hostil, desolado y caótico. Ni mi propio cuerpo estaba unido a mí. Es extraño caminar por la calle y pensar: "Pero ¿qué hago? Estoy andando". Y observar desde fuera, como espectadora, el propio andar y no poder ya hacerlo de una forma natural, instintiva, sino excesivamente consciente. Y andar entonces de una forma rígida y rara sin poder evitarlo.
Por aquellas épocas leí una novela que me llamó mucho la atención, porque me parecía que hablaba de mis preocupaciones. La tengo borrosa en la memoria, pero creo recordar que había un personaje solitario, con demasiada conciencia de su propia individualidad, que no podía comunicarse con nada externo. Y otro que se transformaba en todo lo que tocaba. Ambos eran personajes simbólicos.
Hay quienes dicen: "Se me cae la casa encima". No soportan dialogar con su propio yo y sienten alivio diluyéndose en el grupo, en la masa.
Y hay quienes piensan: "Se me cae la masa encima". Querrían encajar pero no encajan y lo pasan fatal en bodas, comuniones y campamentos de verano.
Hay instantes raros, sin embargo, que se presentan casi como una revelación, en que la conciencia de sí y la conexión con lo otro son igualmente intensas. Esta imagen infantil, realizada recientemente, me sugiere uno de esos momentos vividos por mí no sé exactamente cuando, aunque está muy lejos de conseguir expresar aquella intensidad:

Estábamos en un lugar llamado Sierra del Brezo. Nos dejaban jugar de noche, en el campo. Unos poquitos niños reptábamos entre la hierba, altísima, que nos cubría por completo. Éramos bichitos, sólo que a otra escala. El olor de las plantas aromáticas era casi insoportable y los ruidillos de insectos y animales nocturnos llenaban el ambiente. De vez en cuando, húmedos y brillantes bajo la luna, aparecían esos maravillosos seres primitivos, fascinantes por su fealdad y su belleza, que la gente llama sapos. Yo los alumbraba con la linterna y lanzaba exclamaciones de admiración. Eran aparecidos venidos a mí para susurrarme algo sobre la verdadera realidad, casi siempre invisible. Ese instante, esa sensación de vivir y pertenecer, jamás se me ha olvidado. Porque por una momentánea armonía perfecta de todas las cosas me parecía ser, de verdad, Uno en el Uno.