domingo, 20 de noviembre de 2011

2. GRADACIÓN ES UNIÓN

Plancha. Óleo sobre lienzo. 57 x 76 cms.

El blanco absoluto y el negro absoluto ¿dónde están? Más bien, un color se acerca al blanco y otro se acerca al negro, y entre ambos hay innumerables matices de gris. Una pared lisa de color blanco, por ejemplo: ¿es blanca? ¿La interpretamos como blanca? ¿La vemos blanca? Haciendo una abstracción, podemos represen-tarla simbólicamente sobre el lienzo mediante un rectángulo blanco monocromo. Pero el blanco de la pared que se muestra ante nuestros ojos es, por efecto de la luz, una sutil gradación de vagos tonos distintos que se suceden suavemente, sin que podamos distinguir con claridad dónde empieza uno y dónde acaba otro. Mirar una pared aparentemente lisa es sumergirse en un misterio fascinante: la “infinita” división de lo que parece unitario, la indisoluble unión de lo que parece fragmentario.
¿Dónde está la línea que separa los contrarios? ¿En qué punto exacto se extingue el día y comienza la noche? ¿En qué momento de la vida termina la juventud? ¿Cuándo el pequeño ser que vive en las entrañas adquiere conciencia? ¿Hay una diferencia clara entre el animal y el hombre? ¿Y entre el animal y la planta? Los límites se difuminan más aún si creemos a los científicos modernos (y a los filósofos antiguos, que ya hablaban del átomo sin haberlo visto): podemos entonces crear en nuestra mente una imagen fantasmagórica: interpretar el mundo no como un conjunto de seres diferentes limitando unos con otros, sino como un conjunto de átomos casi iguales reunidos en grupos más o menos densos.
Entonces cobra fuerza la idea de que todos somos uno, y parece razonable pensar que cualquier acto nuestro modifica el fluir universal y vuelve a nosotros. El mal que hacemos a otro nos lo hacemos a nosotros mismos.
Pero ¿qué mal? Si no hay líneas divisorias ¿cómo hablar de mal y bien? Plotino concebía el mundo como una gradación irradiada desde Dios. Igual que el sol lanza sus rayos, que se van debilitando a medida que se alejan, el Bien se expande desde su origen, perdiendo fuerza poco a poco. Allí donde apenas llegan los rayos decimos que predomina el mal. O que hace frío.

sábado, 5 de noviembre de 2011

1. EL ÁPICE DE LA MENTE

Obra de infancia. Primer óleo de Marta Ferreras.
Entre esta pintura, la primera que hice al óleo, y la que aparece abajo, han pasado muchos años. Esperaba con ilusión la visita de los Reyes Magos, que iban a traerme un equipo completo  de pintura: caballete, óleos, pinceles, trementina, aceite de linaza, lienzos (bueno, fueron cartones). En cuanto me di cuenta de que habían llegado y se habían ido me levanté y me puse manos a la obra. Para empezar, como el color rojo me pareció increíblemente bonito, me pinté con él los labios y los estampé por todas partes ¡y eso que parecía una niña muy juiciosa! Después copié una postal navideña utilizando los materiales como pude, ya que nadie me había enseñado. Con la Virgen y el Niño me quedé bastante contenta, pero con el fondo… ¡qué sensación de fracaso! Ahí quise poner mi sello personal: intenté conseguir una gradación muy suave del amarillo al negro pasando por el rojo, y hacer que el manto de la Virgen surgiera vaporosamente de un vago azul difuminado. Me salió, como se puede observar, a trompicones.
El caso es que, muchos años después, sigo buscando gradaciones “infinitesimales”, sólo que ahora me salen un poco mejor. Las hago así, hipersuaves, hiperlisas, a pesar del empeño de mis profesores en que hiciera pincelada suelta, y a pesar de que no tengo nada contra la pincelada suelta ni contra los contrastes violentos. Simplemente, no puedo evitar esas gradaciones porque son mi yo, son mi alma o una parte importante de ella.
Vela. Óleo sobre lienzo. 47 x 63 cms.
Buda decía (hablo de oídas) que el yo no existe, que no puede encontrarse, pues todo, incluido el ser humano, está en constante cambio. Si uno cambia a cada segundo ¿dónde está su yo? Este continuo movimiento lo percibía también, con mucha angustia, Heráclito el llorón, y por eso lloraba. Sin embargo, por mucho que cambie una persona, sabemos que es ella. Simplemente decimos “¡cuánto ha cambiado Pepito!”. San Buenaventura (hablo de memoria, no soy muy exacta) creía en la existencia del yo, pero como algo lejano y misterioso, casi inapreciable, oculto tras capas y capas de revestimientos prescindibles. Buscamos a la persona en las cualidades que creemos que la definen, en su aspecto físico, en su carácter, en su oficio, en su ambiente, pero la persona cambia: el bueno se hace malo, el malo se arrepiente, la inteligencia se embota o se desarrolla, el joven se hace viejo, el cuerpo se transforma, incluso puede sufrir transformaciones radicales y violentas. Cualidades que parecen esenciales dejan de serlo. ¿Quién es entonces, realmente, una persona? ¿Qué es lo que hace que sea precisamente  ella? San Buenaventura creía en algo muy vago que él llamaba “el ápice de la mente”. Como una pequeña llamita invisible que arde siempre, pase lo que pase. Pedro Fernández Cuesta dice que en algunos casos podemos, sin embargo, de un modo directo, ver la forma del yo: en el caso de los artistas, por ejemplo. Porque un buen observador (y desde luego, tiene que ser muy bueno) puede reconocer la obra de un artista simplemente por su estilo, mirando un fragmento pequeñísimo, incluso aunque ese estilo haya ido evolucionando a lo largo del tiempo. Hay algo constante que no desaparece. Observando mi propia obra encuentro indicios de que eso puede ser cierto.